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10 jun 2010

Capítulo 3

Al día siguiente salí del hospital con las típicas ojeras de no haber dormido nada la noche anterior. Los médicos se despidieron de mí prescribiéndome una lista de pastillas por si me ponía más nerviosa, me costaba respirar o tenía insomnio. Durante una semana mis padres tenían que estar totalmente pendientes de mí, pues después de tanto tiempo iba a dejar de depender de un equipo de médicos al lado.
Me monté en el coche de mis padres sin decir nada. Ellos estaban muy contentos de que volviera a casa. Pero yo me hundía a cada metro que recorría el coche por aquella carretera que me devolvía horribles recuerdos. Una carretera que me quitó a tres personas muy importantes. No podía aguantar el dolor y di un puñetazo a la puerta del coche. Mi madre se asustó:
-¿Estás bien?
Y me puse a llorar. ¿Quién estaría bien en mi lugar? Era una pregunta absurda. ¿Que si estaba bien? ¡Claro que no! Mis dos mejores amigas. Muertas.
-Hija...
-No, mamá. No digas nada por favor.
Y girando la esquina llegamos a mi casa. Mi padre metió el coche en el garaje, cogió mis maletas y sin decir nada subió a casa por las escaleras. Mi madre, medio llorando ella también de sólo verme a mí, me abrió la puerta y me ofreció la mano. Yo se la cogí y salí del coche. Me abracé a mi madre, y terminé de llorar, solo para que ella no se preocupara más. Subimos a casa.
-Deberías echarte en la cama, y descansar.
-De acuerdo...
Subí a mi habitación, y sentí la sensación esa que sientes cuando estás a punto de llorar. Ese corazón que se te encoge y las tripas que se hacen un nudo. Incluso sentí ganas de vomitar. Pero no vomité, y tampoco lloré, pues no me quedaban más lágrimas. Las paredes de mi habitación estaban llenas de fotos de Sonia, Mery, Amanda y yo. No podía mirarlas. Me hacían mucho daño. Eran como las rosas: son preciosas, pero pinchan y sangran. Decidí hacer caso a mi madre, y me tumbé en la cama y cerré los ojos, deseando que toda esta pesadilla se acabara. Pero no pasó, y me adentré en otra pesadilla. Caminaba por la noche, con un vestido negro y una rosa en la mano, por una carretera solitaria perdida de la mano de Dios. Caminaba sin rumbo, solo seguía la línea blanca. Tras andar, no sé cuánto tiempo, vi algo a lo lejos. Un coche un volcado. Pero no un coche cualquiera. Era el del señor Peláez, el padre de Sonia. Miré hacia el suelo. Y vi a dos personas. Sonia y Mery. Muertas. A Sonia la mató un golpe que destrozó su cabeza, y a Mery la aplastó la puerta del coche que salió volando para rajarla el pecho de par en par. Entre las dos, formaban un mar de sangre. Lo más raro de todo, es que lo que me invadió a verlas no fue tristeza, si no miedo. Mucho miedo. De pronto sentí una presencia detrás de mí. Lentamente, gira la cabeza. Unos ojos azules, y otros marrones atravesaban los míos verdes sin piedad. Sonia y Mery. Volví a mirar al suelo, asustada. También estaban ahí. Volví a girar la cabeza, y me encontré con ellas de pie. Al contrario que las que estaban en el suelo, estas Mery y Sonia no tenían ningún rasguño, y estaban vivas. O no... Y de pronto lo comprendí todo.
Desperté una hora después chillando y sudando. Me senté sobre la cama. Dirigí la mirada hacia mis piernas, recordando el sueño. ¿Qué significaría? Repentinamente, una mano se posó sobre una de mis piernas, y me acarició consolándome. Mi madre, pensé.
-Mama, gracias...
Y cuando fui a mirarla, la gran sorpresa. No era ella, si no unos ojos marrones, con los que acaba de soñar. Mery, mirándome sin expresión, pero aterrándome por dentro. Chillé, mucho más fuerte que antes. Me levanté, despertándome esta vez de verdad, y corriendo, salí de la habitación.
-¿Qué pasa, Sara? ¿Por qué chillas?-me preguntó mi madre alterada y asustada mientras yo bajaba las escaleras a toda leche.
Yo no respondí. Simplemente seguí corriendo y salí de casa. Corría cada vez más rápido por la calle, aunque me estaba ahogando. Mi cuerpo entero se convirtió en pánico y en mi cabeza sólo estaba la imagen de Mery impasiva, mirándome. ¿Pero qué estaba pasando? Era la segunda vez que la veía, después de haber muerto. No sabía a dónde iba, mis piernas me guiaban. Giré una esquina y empecé a correr en medio de la carretera. Los coches me pitaban destrozándome los oídos. Pero no hacía caso a los hombres que me chillaban. Yo sólo quería correr. De repente, cuando los pulmones no podían más y me dolían por falta de aire, se puso a llover. Las gotas de agua caían en mi cara y se mezclaban con mis lágrimas. Y me di cuenta de que estaba haciendo lo mismo que en el sueño que acababa de tener. Y recordándolo todo, creí entender lo que pasaba. El corazón me obligó a parar en medio de la carretera. Mery y Sonia estaban muertas. Pero yo las veía. Quizás...
Y empecé a chillar y caí de rodillas al suelo. El escándalo no era más grande que mi dolor. Los vecinos salían de sus casas a mirar qué sucedía. Alguien a mi derecha, una mujer de unos cuarenta y cinco años, delgada y con muy mal aspecto, abrió la puerta de su casa ella también, y se sorprendió al verme. Vino andando con un paso ligero y cruzó la carretera hasta llegar a mí.
-Sara...-me dijo mientras ponía su mano en mi hombro empapado.
Y yo reconocí esa voz. Elisa. La madre de Mery. Y de Diego. Y sentí la necesidad de ver a mi novio desesperadamente. Así que dejé de chillar, y me abracé a ella, en un intento de encontrar el calor y el amor que necesitaba en esos momentos. Las dos nos pusimos a llorar e instantes después nos levantamos y entramos a su casa. Fuimos a la cocina para no empapar el salón.
-Traeré una toalla para secarte y algún pijama mío para que te pongas. Quédate aquí, enseguida vuelvo.
Así fue, en pocos minutos volvió con una toalla y un pijama suyo.
-Creo que es el único que te vale. ¿Sabe tu madre que estás aquí?
-No... He salido corriendo... Lo siento mucho.
-Bueno llamaré a tu madre y la diré que te quedas a dormir...
-De acuerdo. Muchas gracias, Elisa.
Se iba a ir, pero de pronto me di cuenta de por qué había llegado a parar aquí, así que la paré:
-¡Espera! ¿Está Diego en casa?
-Sí, está en su cuarto. No sale de ahí desde el...
Nos quedamos en silencio. Elisa decidió romper el hielo:
-Bueno iré a llamar a tu madre. Ve a ver a Diego, seguro que se alegra de que estés aquí.
Y desapareció en el salón con la intención de entretenerse llamando a mi madre para no recordar la desgracia que abarcaba a esa familia.
Suspiré, me sequé la cara y el pelo con la toalla, y me puse el pijama que la madre de Diego me prestó. Doblé la toalla y la dejé sobre una silla de la cocina. Elisa estaba llamando a mi madre. Tenía los ojos llorosos. Me fui a la entrada, para mirar mi aspecto en el espejo que había allí. Estaba realmente horrorosa. Tenía la cara roja, el pelo mojado y despeinado, y los ojos llorosos e hinchados. A pesar de todo, me armé de valor y subí a la habitación de Diego. Cuando llegué a su puerta, cerrada, pensé que iba a ser realmente duro volver a verle, pero lo deseaba con todas mis fuerzas. Así que llamé.
-Adelante...-me contestó su voz apagada.
Abrí, tan lentamente e insegura de mi misma, que sentía que había pasado mil años cuando por fin con la puerta abierta lo vi. Estaba tumbado boca abajo con una foto en la mano y la mirada perdida en ella.
-Diego...-suspiré.
Y todo fue instantáneo. Reconoció mi voz y se levantó de la cama con la misma velocidad que yo me tiré a sus brazos. Inspiré su perfume, incrustado en su suave piel y quise besarle, pero solo pude llorar. Llorar en su hombro, como él lo hizo en el mío.
-Mi niña, princesa. Pensé que a ti también te perdía... he sufrido tanto...
-¿Por qué no viniste a verme?
Y me arrepentí muchísimo de habérselo reprochado. Él suspiró y se secó las lágrimas. Se separó de mí para sentarse en el borde de la cama y me cogió por la cintura, haciendo que me sentara en sus rodillas. Me abrazó como pudo y me dijo:
-Sara, lo siento mucho. Siento no haberte visitado todos los días. Pero mi hermana ha muerto. Y tú estabas en coma. Tenía tanto miedo de ir y encontrarme una camilla vacía... Porque no has sobrevivido. La cobardía pudo conmigo y no quise saber nada de ti, sólo por el dolor que me producía saber que estabas así. Sé que he sido un imbécil. Pero has de saber que ahora soy el hombre más feliz sintiéndote viva y, cerca de mí. ¿Podrás perdonarme?
-Diego, te he perdonado desde que no he podido aguantar las ganas de abrazarte. No soy nada sin ti. Siento tanto todo lo que ha pasado... Te amo.
-Lo daría todo por pasar cada segundo a tu lado. Tengo una idea, ¿quieres quedarte a cenar?
-Tu madre ha llamado a la mía. Me quedo a dormir. A tu lado.
-¡Te he echado tanto de menos!
Y mientras caía una lágrima, un beso la recogía. Y la noche dijo hola, mientras yo dormía tranquila, en su cama, a su lado.

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